Todos los que pasamos de una cierta edad recordamos con nostalgia aquellas frases de gramática “yo, mi, me, conmigo”, que demuestran posesión en primera persona, y de esto se trata mi relato: referir en primera persona mi paso por el Hospital de Bellvitge.
Tengo experiencia desde hace 25 años en tumores de intestino, en el hospital de la Cruz Roja, con todo lo que eso conlleva, como quimioterapia, pastillas, más pastillas, pruebas...
De lo que nunca oí hablar es de un Neumotórax hasta que dicha enfermedad se ha cruzado en la vida de mi hija hace dos años. Estando ingresada en el hospital, me animó a participar en un concurso de relatos cortos, cosa que me pareció muy buena idea, desviar por poco tiempo mi cerebro hacia la escritura, que es mi hobby. Me puse manos a la obra e hice el relato “Una noche toledana”.
El 19 de junio de este año mi hija tenía que ser intervenida de nuevo para que le pegaran la pleura, después de tres neumotórax este año. Ella ingresó en Bellvitge y yo me fui a mi doctora de cabecera aquejada de unos dolores en el costado y acabé en urgencias del mismo hospital para hacerme radiografías. Cosas de la vida, y ante mi sorpresa, después de operarla a ella, me operaron a mí de un neumotórax. Entre nervios y dolores me preguntaba qué demonios le había hecho yo a la vida para que nos tratara de esta manera.
A última hora de la tarde el mismo doctor que nos operó a las dos, le comunicó la noticia a mi hija, y buscó por todos los medios que estuviéramos juntas. En la planta 11 había una habitación vacía para las dos, pero, por un problema en los aspiradores, no pudo ser. Aunque tuvieron la amabilidad de bajar a mi hija para que me viera llegar.
Ese fue un momento inolvidable y cargado de emociones, ella en una silla de ruedas recién operada y yo en una cama de hospital, la miré y ella me sonrió, no pude articular una sola palabra, quería contener las lágrimas a toda costa, nos dimos la mano y pensé que, si a mí me acababan de clavar un tubo atravesando el pecho como si fuese un pincho moruno, ¿cómo debía sentirse ella con una operación mucho más fuerte? Luego, en mi habitación, lloré toda esa pena acumulada con una amargura infinita.
Desde ese momento todo el personal de la planta 11 y la 16 se volcaron en conseguir que las dos estuviéramos juntas en la misma habitación, algo que les estaré eternamente agradecida a todo el personal del hospital, pues al día siguiente lo consiguieron en la planta 16 de Neumología.
Pasaron las horas a un ritmo desesperante entre calmantes y dolores. El segundo día, a última hora de la mañana, yo estaba totalmente hundida, mi cabeza quería estallar de dolor, el dichoso tubo no me dejaba moverme apenas sin sentir dolor. Sabía que en breve me pondrían otro calmante para aliviar tanto sufrimiento, pero eso no me consolaba. Me encontraba en el fondo de un pozo totalmente hundida, así que hice lo único que se puede hacer en estos casos, dejar escapar mi rabia y mi frustración llorando desconsoladamente como una criatura. Hasta que miré a mi hija en la otra cama de la habitación, cuyo problema era mayor que el mío y la cara de pena de mi esposo intentando consolarme. Esto me devolvió la cordura y un poco de calma.
Me encontraba sentada en la cama cabizbaja y alguien pronunció mi nombre cerca de la puerta, una mujer sin bata levantó la mano y dijo “Carol”, en ese momento había varias personas a su alrededor y no supe quién era, pero instintivamente pensé: ¿Qué me tocará ahora, radiografías, analítica, pinchazos? Algo me sonó extraño, pues mi nombre completo es Carolina, y Carol solo lo doy en casos excepcionales. Con desgana levanté la mano y dije “soy yo”, vi cómo una mujer con una expresión dulce en su cara se acercaba a mi cama y me dijo que se llamaba Antonia Castro, me dio dos besos y se sentó a los pies de la cama. Respire aliviada, pues no había ninguna prueba médica, ella era la persona que coordinaba el proyecto de relatos breves en el hospital.
Antonia comenzó a hablar, su conversación era amena y con mucho sentimiento, así que yo me fui relajando hasta el punto que los dolores y el sufrimiento pasaron a segundo lugar. Sus buenos consejos y la amabilidad con la que me hablaba sin conocerme de nada me fueron elevando por los aires y conseguí de un plumazo abandonar el pozo en el que unos minutos antes estaba totalmente sumergida. Me comentó que hacen reuniones, a lo que se dedicaba en la vida e incluso me regaló una hermosa carpeta que voy a guardar con todo mi cariño. Me sentía tan a gusto con su visita que me dio pena que se fuera y recuerdo que mi esposo me dijo: “Cariño, has resucitado”, y yo le di la razón. Ella, con su amabilidad, me acababa de ayudar a superar este trance, no estaba sola conmigo misma, os tengo a todos VOSOTROS, los que estáis a mí alrededor para salir victoriosa. Personalmente creo que es una idea excelente hacer actividades para desviar la atención de los que estamos pendientes todo el día en esos lugares.
Todo lo que sube tiene que bajar y yo comencé a mejorar, incluso organicé una partida de parchís virtual con mi hija, que, para empezar, quería sacar las cuatro fichas de golpe. Entonces yo le comí una y conté veinte, luego le comí dos y conté cuarenta, pero el error fue comerle las rojas cuando ella jugaba con las azules y acabamos riéndonos a mandíbula batiente y gritando mientras nos sujetamos las heridas: “¡No me hagas reír que me duele!”
A última hora de la tarde el enfermero Cristian nos hizo un ratito de compañía mientras hacia su trabajo, el buen trato y su amabilidad es algo que se debería valorar mucho más y dijo una frase que me caló muy hondo, que en la facultad le enseñaron “a no dudar nunca del dolor ajeno”, pensé en ese momento que a ese profesor deberían darle una medalla.
Ese día por la noche me asomé a la ventana antes de acostarme, la visión de Barcelona desde aquella altura es algo digno de verse: en primer lugar hay un edificio impresionante, el hotel Hesperia con una gran bola coronando el edificio, lo miraba fijamente y por un momento esa imaginación desbordante que Dios me dio, me jugó una mala pasada, el edificio creció y creció convirtiéndose en un gigante con una antorcha en la mano izquierda, bajo sus piernas comenzaron a salir bandadas de pájaros enormes que se elevaban hacia el cielo y se convertían en humo. Era la víspera de la verbena de San Juan y los petardos ya rugían con fuerza por todas partes, moví la cabeza y volví al mundo real, me fui a la cama con el deseo de que el día siguiente fuese mucho mejor.
Se cumplió mi deseo al día siguiente, pude salir del hospital con una sensación agridulce, alegría por abandonarlo y tristeza porque dejaba allí a mi hija cargada de dolores y tubos, aunque es una muchacha muy fuerte y todo lo afronta con una sonrisa pensando siempre en los demás.
Seguro que, cuando vuelva a casa y lea mi relato, nos reiremos juntas por haber sido capaces de superar con éxito otra prueba de esas que iremos encontrando a lo largo de la vida.
Carol Simón