Oportunidades

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Merche Yll Escot
10/06/2025

La experiencia de un ingreso hospitalario no es más que una oportunidad para encontrarnos con algo a lo que solemos temer: nuestra esencia vulnerable.

El que busque en estas líneas tortura, dolor o detalle morboso, puede pasar al siguiente relato sin reproche alguno.

Mi historia me ha puesto frente a esa oportunidad en muchas ocasiones, más de las que hubiera deseado, pero seguramente las necesarias para aprender pequeñas cosas. Así, creo que lo más responsable por mi parte es agradecer cada uno de los días que he estado en un hospital.

Nunca he hecho el cálculo. En efecto, nunca me había venido tal cosa a la cabeza, ha sido justo al ponerme ante el papel en blanco. Diría que, si juntara todos mis ingresos y todas mis citas médicas, de mis cuarenta y cinco años es muy posible que al menos cuatro, sino más, los haya vivido en el hospital. En mi caso, en el de Bellvitge.

Somos vulnerables, todos, pero es en el momento en que necesitas a quien sea para cualquier cosa que hasta un minuto antes te parecería ordinaria cuando experimentas qué es eso.

No os diré que en mi primer ingreso con mis dieciocho recién estrenados lo viera como lo cuento hoy. Este aprendizaje solo es un camino en el que ha habido mucha ira y aún más miedo. Miedo a no sobrevivir, de ese miedo hablo. Experimentar ese miedo hace que todo tome muchos más matices, que cualquier detalle sea como un regalo, que cada día, aunque a las seis de la mañana vengan a hacerte una extracción, sea literalmente un regalo.

En un hospital aprendes muy bien que no siempre querer es poder, que no siempre puedes con todo, pero también aprendes algo muy importante: ¡No estás sola!

Al principio es un camino arduo, pero con el tiempo he entendido que es sencillo. Tanto como pedir… pero qué mal se nos da, ¿eh?

Durante mis estancias en ese lugar donde todo puede pasar, también he visto cuáles son nuestros mayores temores.

Para mí, son: sentirte sola, sentir dolor y sentirte incapaz. Mucho más que morirme o quedarme de tal o cual manera.

Tanto ingreso ha hecho que haya tenido que convivir a menudo con la muerte de alguna compañera que te ha tocado de manera arbitraria, pero que, como por arte de magia, en dos minutos, no más, parece que forme parte de tu vida. Es esa necesidad de compartir, de sentir que otro puede entender por lo que estás pasando, la necesidad de no sentirte solo, lo que reafirma ese vínculo.

En la experiencia de la muerte, cuando la persona abandona esa conciencia, solo he visto paz. Otra cosa es el miedo que nos provoca la idea… pero el hecho… el hecho solo contiene paz.

Retomo: Entre sentirte sola, sentir dolor y/o sentir incapacidad hay una palabra en común: «sentir».

El dolor, la soledad, la incapacidad, por sí solas tienen una definición bastante abstracta. Al tamizarlas por tus emociones es cuando cobran el verdadero significado para ti.

No voy a entrar mucho en lo de sentir dolor porque es algo que, personalmente, por más teoría que le ponga, no acabo de gestionar bien, y quizá es con lo que más hostigada me he sentido ahí dentro, pero bueno… lo que tenga que aprender de ello espero no hacerlo ingresada, la verdad sea dicha.

Pero en cuanto a sentirme sola o sentirme incapaz, creo haber dado algún paso adelante.

Y vuelvo a la idea de pedir.

Cuando resolví que no podía estar cabreada con el mundo cada vez que me ingresaban, descubrí que el mundo parecía caminar también a mi ritmo. Quizás hasta entonces estaba ciega de ira.

Cuando llegaba la enfermera, contestaba, y un buen día empecé a sonreírle. Y también le sonreía a la persona que limpiaba, a mi familia, a la familia de mi compañera accidental y así, tras el funesto golpe de: «Sí, tú eres vulnerable», vinieron, una tras otra, muchas lecciones aprendidas.

Por ejemplo, un «hola» hace que el otro siga con un «¿te ayudo?», «te acerco la medicación?». Y, ¡sorpresa!, te sientes menos inútil porque tú, por suerte así ha sido en mi caso, puedes tomarte la medicación sola, pero con tanta máquina no eras capaz de alcanzarla.

En esa expresión sencilla se disipan dos variables: la de la soledad y la de la incapacidad. Y es en ese momento cuando te das cuenta de que solo tu actitud puede cambiar esa experiencia.

No seré yo quien alabe estar en un hospital, lo siento, pero no. Pero en el caso de tener que estar, aprovechemos para aprender a ser pacientes, primero con nosotros mismos y así poder serlo con el resto, porque señor@s ahí les dejo una verdad absoluta: los demás no nos leen la mente. Así que anímense a pedir.

Hay algo que me asombra y me fascina de la vida en el hospital: los vínculos. A menudo te encuentras con personas con las que, de otro modo, no habrías ni tomado un café, seguramente. En cambio, sin esfuerzo, cuando la vulnerabilidad se hace patente, cualquier relación, que en otro contexto sería inverosímil, surge desde la naturalidad.

He tenido la suerte de contar siempre con mi familia próxima, la extensa, y con multitud de amigos, y entre todos me han facilitado mucho las cosas. Pero siempre hay ese rato en el que te encuentras tú y tus circunstancias. Es justo entonces cuando apareces tal cual eres. Y ese es el momento en el que necesitas algo y justo aparece alguien, ya sea enfundado en su ropa de trabajo, en formato de acompañante de tu vecina de cama, de reponedor del vending o de lo que sea.

A mí, mis ingresos me han abierto el camino a poder conocerme mejor, a entender que somos todos parecidos, casi iguales, pero únicos e individuales.

Ha sido y es un viaje que por suerte hoy continúa fuera del hospital, pero que, desde luego, sin esos ingresos no se hubiera dado, al menos de la misma manera.

¿Saben qué descubrí? Que no hay mayor logro que poder ser justo eso tan único que cada uno somos, vulnerabilidad incluida.

Si se tratara de una receta, quizá podría ser así:

— Una taza de flexibilidad para adaptarnos.

— Una taza de empatía que nos permita entender que el otro no tiene porqué saber por lo que estoy pasando.

— Retirar o pulir cualquier juicio sobre mí misma, como si se tratase de un tallo al que le quitamos lo que lo hace duro. Que hay un pensamiento negativo hacia mí, lo cambio por uno positivo, porque todos tenemos algo que nos gusta, seguro.

— Finalmente, tantas risas como se pueda.

Y es que también he aprendido que no hay nada que fulmine más contundentemente a cualquier miedo que la risa, la de verdad, la que te deja sin aliento, la que te sale del alma.

Así que, por mi parte, gracias.

Foto: Truong Quan en pixabay

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