Tómbola

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Bafatá, Guinea Bissau

Miércoles 14 de noviembre de 2018

Llevábamos cuatro días en la zona de Bafatá y Gambas, la zona más dura que habíamos visitado desde el inicio del viaje.

Nos levantamos contentos porque el proyecto iba avanzando, habíamos hecho entrevistas a dos chicas que tenían un sueño por el que luchar, y Cohesionart las podía ayudar. Ivanilda, una de las chicas que vivía en la casa que nos acogía, nos acompañó al mercado de Bafatá. Cuando vi que había verdura, no pude contener mi alegría… compré unas hojas de lechuga, un par de tomates y un pepino para la cena.

Llevábamos el presupuesto controlado, así que a la hora de comer decidimos ir al restaurante al que ya habíamos ido el día de nuestra llegada. Había pensado pedir Frango, un tipo de pollo criado allí, que paseaba a sus anchas por las calles y casas del poblado… pero justo en el último momento cambié de opinión y pedí pescado con ensalada (era el único sitio donde se podía conseguir).

Era pescado de rio. No comí, devoré. De repente noté que me había tragado una espina… pensé… “come pan” y empecé a comer pan hasta no poder más, fui al servicio y, al volver, dije… “Chicos, creo que me he tragado una espina”. Sin más.

Por la tarde no me encontraba bien, vamos, me encontraba tan mal que pedí que me llevaran al hospital. Allí me miró una doctora con la luz de su móvil y dijo que allí estos traumas los solucionaban los pescadores… con un anzuelo. Volvimos para casa sin haber solucionado el problema.

Me decían: “Tranquila, las espinas en dos-tres días se absorben…” y eso esperaba yo.

Me tiré en el colchón en el suelo de la habitación donde llevaba durmiendo las últimas cuatro noches. Mis compañeros me ayudaron a poner la mosquitera y allí me quedé tumbada.

Oí a Mattia decir… “Esti, que hay alitas de pollo para cenar…”, pero ni con esas me levanté.

Cada vez que algo pasaba por mi esófago, hasta mi propia saliva, era una tortura. Tomé la pastilla de la malaria con un sorbo de agua y me quedé quieta en el colchón.

15 de noviembre de 2018

Por la mañana no me levanté a correr. Ni a desayunar. Joan y Mattia, mis compañeros de viaje, se extrañaron. Me preguntaron… “¿Cómo estás?”. Lamentablemente la respuesta fue “igual”.

Teníamos cuatro horas en coche hasta la capital si la cosa iba bien, así que iniciamos el viaje en cuanto pudimos.

Mattia y yo fuimos directos al hospital, donde me recibió un médico cubano que, al explicarle la sintomatología, me dijo: “Tú no tienes nada”. Insistí en que tenía mucho dolor, y ya llevaba 24 horas sin ingerir nada. Dijo: “Ven mañana a las 8.30, que tendré anestesia, y si hay algo, te lo intento sacar con unas tijeras”.

Estaba tan desesperada que me hubiera dejado anestesiar, pero una persona de una ONG me dijo: “No te dejes anestesiar aquí, que no lo cuentas”. De ahí nos fuimos a un hotel donde sabíamos que había helados y me pedí uno doble... “Venga”, pensé, “algo fresco sí entrará”. Se quedó entero en la mesa.

16 de noviembre de 2018

Fuimos al hospital pero no pasamos a ver al doctor de las tijeras. Seguía sin poder beber ni comer nada.

Caco, el director de la ONG Aida, me dio Enantyum y pastillas para dormir.

De ahí cogimos un ‘siete plazas’ hacia Varela, a seis horas por una carretera en la que los agujeros eran más hondos que el propio coche.

Seguía sin poder comer ni beber absolutamente nada. Únicamente bebía sorbos para poder tragar la medicación.

Mis compañeros me hicieron suero en una botella con limón, agua, azúcar, bicarbonato y sal. ¡¡Pero me era imposible de tragar!!

Después de seis eternas horas tirada en el asiento del coche, llegamos a Varela. Al llegar, ya sabía que la cosa había empeorado, notaba que tenía fiebre y me sentía fatal.

Me tiré en la cama y pedí el termómetro. 38,5. De fondo oía que me estaban haciendo la prueba de la malaria… La malaria actúa en los más débiles, y querían descartar que me hubiese atacado. Salió negativo.

Me quedé sentada en la cama y Joan me dijo: “Esti, llora si tienes que llorar”. Sin más, contesté:

- No quiero llorar, porque pierdo agua, y no puedo beber.

En ese momento me di cuenta de la gravedad de la situación. Mi cuerpo estaba intentando sobrevivir.

Me quedé sola, cogí el móvil, que hacía dos días que no cogía, y mandé tres mensajes de SOS.

Uno a mi familia.

No entendieron por qué seguía allí y no había vuelto ya. Me dijeron que volviera.

Uno a Nuria.

La respuesta de Nuria fue contundente, “o vienes o te voy a buscar”.

Uno a Judith.

Inmediatamente llamó a Laura, su amiga otorrino, y me dijo: “No se absorbe solo. Empieza con antibiótico ya y vuelve”. Me mandó la confirmación de mi vuelo de vuelta.

Necesitaba que alguien tomase esa decisión por mí. En ese momento, yo no era capaz de pensar.

Joan era un botiquín andante, así que no fue difícil conseguir los antibióticos… Lo malo era que no tenía de un gramo, así que me tenía que tomar dos pastillas en cada toma… Dos pastillas que eran como dos cuchillos al pasar por mi garganta.

El antibiótico enseguida hizo efecto, bajó la fiebre, y la inflamación que notaba en la garganta, pero el dolor al tragar seguía siendo inaguantable. Sólo tomaba sorbos de agua a la hora de la medicación, el resto del día no era capaz de tragar ni líquidos ni sólidos.

17 de noviembre de 2018

Conseguimos un coche para volver a la capital a primera hora de la mañana. Seis horas de vuelta, pero ya tenía el billete a casa, se me hizo menos duro que el viaje de ida. Joan no quiso dejarme sola y me acompañó.

Volvimos a casa del papa. Me prepararon una crema de verduras, y el papa (un señor de casi 1,80 m de estatura), se sentó a mi lado, y me dijo: “Esfuérzate”, y me obligó a comer todo el plato de crema. Cucharada a cucharada, con lágrimas cayendo por mis mejillas. Eran como cuchillos pasando por mi garganta. En el fondo, creo que me dio la energía necesaria para dar el último paso hasta llegar a casa.

Preparé la maleta y, para hacer tiempo hasta las 23.35, que salía el vuelo, fuimos a despedirnos de la tía, una señora que había sido coronel en la guerra y que el día que la conocí me impactó por su fortaleza física y mental. También aproveché y compré unas telas africanas. Sí, sí, a punto de palmarla, y yo de compras…

Fuimos al aeropuerto y, antes de coger el vuelo, vomité dos veces… Quizás los nervios, la debilidad o la crema, que era lo único que tenía en el cuerpo desde hacía ya 84 horas.

Joan quería volver conmigo, pero volví sola… A todo el mundo que me preguntaba yo le decía: “No es grave, es molesto…”. Realmente sentía que así era.

18 de noviembre de 2018

Hacía cinco días que no metía nada más en el cuerpo que la crema que me había dado el papa y los sorbos de agua que me obligaba a tomar en cada toma de antibiótico. No me salté ni una toma, aún no sé de dónde saqué la fuerza. Cada pastilla, cada trago era un puñal.

Hice escala en Lisboa y por fin llegué a Barcelona. Allí estaban mis tíos Carlos y Montse esperando y fuimos directos al Hospital de Bellvitge, que Judith había comprobado que era el único hospital que tenía otorrino de guardia. Mi madre ya estaba esperando en urgencias.

Todos decían… “¡Tienes buena cara!”. Seguía manteniendo mi sonrisa, pero me dolía mucho.

Me visitó el otorrino. Metió la cámara por la nariz… y dijo… “No tienes nada”. Increíble.

Le miré y, con lágrimas en los ojos, le dije: “Usted no me conoce, pero soy deportista, tengo el umbral del dolor muy alto. Llevo cinco días sin comer ni beber, he vuelto desde Guinea, algo tiene que haber… ¿No hay alguna prueba que me podáis hacer para comprobar que realmente no tengo nada?”.

Dijo: “Yo no puedo pedirlo, pero iré a hablar con el doctor que está en radio, a ver si te pueden hacer un TAC”. Volvió y dijo: “Te lo harán, pero no saben si en media hora, tres horas, o cuánto tiempo”. No tenía prisa. Ya estaba en Barcelona, ya estaba en casa.

Me hicieron el TAC, y esperé resultados en la camilla de urgencias.

Llegaron las 14 h, hora de la toma del antibiótico. En ese momento me vino un pensamiento a la cabeza… Estaba tomando Malarone: uno de sus efectos secundarios eran las alucinaciones… Pensé… “Si nadie ve nada… ¿me estaré volviendo loca? ¿Será que no tengo nada?”.

Tenía tres crackers del avión en el bolso, me los comí intentando pensar que no tenía nada, que era producto de mi imaginación… ¡Y una leche! (perdón por la expresión) ¡No me podía inventar un dolor así!

A las 16 h volvió el otorrino de comer y fue a ver si estaban los resultados del TAC. Volvió y pidió hablar conmigo a solas.

Dijo: “En el TAC se ha visto que tienes el esófago perforado por dos puntos, está entrando aire y hay que operarte de urgencia”. Pedí ducharme. Tiene guasa que mi primera ducha “normal” después de 20 días fuese de tres minutos (no me dieron más) y acompañada de una enfermera.

Yo seguía sin asimilar lo que estaba pasando. En el mismo quirófano dije: “Rapidito, que al salir me esperan para cenar pan con tomate y tortilla”. Al despertar vi un montón de médicos a mi alrededor, entre ellos el Dr. Aranda, otro de los héroes de este relato, un crack en esófagos. Tuve la suerte de que estaba de guardia. Me dijo: “Para la tortilla tendrás que esperar… y para el pan, ya no te digo”. Siguió hablando, pero yo ya no escuché nada.

Me dejaron en la sala de operaciones y entraron mi madre y Judith, me explicaron que me había ido de un pelo, que me había perforado el esófago y que ahora estaría entre una y dos semanas en el hospital con una sonda nasogástrica hasta que poco a poco me pudieran dar líquidos y después cremitas.

Eloy estaba esperándome fuera y me acompañó a la habitación. Creo que en ese momento me di cuenta de la gravedad del tema.

19 de noviembre de 2018

Despierto en el hospital. Con sueros, sondas, calmantes y antibióticos. Pero ya está, la espina ya está fuera. La tengo en un bote en la mesilla de la habitación. Una espina que resultó ser de 4 cm. Sí, lo sé… ¿Cómo narices me tragué eso?… Pues que soy muy brutita, pero creo que eso también ha sido uno de los factores que me ha salvado.

Ahora sólo me queda ser positiva, agradecer esta segunda oportunidad que me ha dado la vida, dar, recibir y disfrutar de cada momento.

¡Que la vida es una tómbola, así que hay que llenarla de luz y de color!

Agradecimientos

A todos los que me habéis demostrado vuestro cariño, vuestro amor, a los que habéis compartido vuestra energía conmigo dedicándome un poco de vuestro tiempo durante mi estancia en el hospital.

Mil gracias a los que me habéis salvado la vida, Judith y Nuria, y a mi familia, en especial a mi mami y a mis tíos por estar a mi lado en todo momento. Os quiero muchísimo.

Gracias al equipo de médicos del hospital de Bellvitge con el que he tenido la gran suerte de contar.

Estíbaliz Amatriain Rubio

Foto: Dana Tentis- Pixabay

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