Crónica de una intervención programada, de Juan de Diós Romero Lorenzo, publicat a Desde mi habitación volúmen I (pag. 95)

RelatHos Juan de Dios

Son las siete y cuarto de la mañana del lunes 4 de abril. El día está un tanto frío y húmedo. Entro en la oficina de admisiones del hospital, me siento delante de una joven administrativa de ojos verdes y cabello rizado a media melena. Le entrego mi cartilla sanitaria y mi DNI. Ella me entrega una bata verde de hospital y una pulsera de color blanco de "todo incluido"... Vaya usted a la unidad de corta estancia de la planta ocho, me dice la joven administrativa de ojos verdes.

En la planta ocho, en un cubículo de cortinajes, me siento en un sillón y una enfermera vestida de azul me dice que me desnude completamente y me ponga la bata que me dieron en admisiones. Seguidamente me toma la tensión y la temperatura, al tiempo que me somete a un interrogatorio de tercer grado sobre mis datos personales y de salud. Acabado el interrogatorio, me coloco la bata verde, me suben a una camilla y me llevan al quirófano.

Son las 8.15 h cuando entro al quirófano, donde me esperan cuatro mujeres jóvenes vestidas con uniforme formado de pantalón y bata corta de color anaranjado con gorro del mismo color cubriéndoles el cabello. Dos son enfermeras y dos, médicos anestesistas. Mientras una de ellas corta solícita y sin contemplaciones la bata verde que llevaba puesta, reduciéndola con las manos a una bola de tela... "Si te ve mi mujer, con lo que se ha afanado en que tenga la bata bien colocada, atada, y sin arrugas para que entre en el quirófano como si fuera un maniquí, te la juegas chiquilla”, pensé.

Tras un breve interrogatorio, una de las anestesistas me coloca una máscara de oxígeno tapándome la boca y la nariz... “Respire profundo”, me dice, mientras una de las enfermeras me pincha el brazo derecho para ponerme una vía, y la otra comienza a ponerme electrodos en el pecho y en la frente... En tanto la anestesista que llevaba la voz cantante no paraba de decirme con voz susurrante... "Respire… respire, respire profundo... respire...”.

Cuando tuve la vía y los electrodos colocados… un tanto impaciente pregunto por el neurocirujano... “Tranquilo, ya está por aquí y ya mismo viene”, me dice una de ellas. “Respire profundo y tranquilícese... Respire... respire, respire... respire... profundo... relájese..., sigue con su letanía la enfermera.

Estoy boca arriba mirando el techo y la lámpara del quirófano, mientras por la derecha una enfermera armada con una jeringa llena con líquido de color blanco se inclina un poco para encontrar la vía e introduce la jeringuilla. Siento entrar el frío líquido blanco y al poco tiempo me susurra al oído... "Venga, tranquilo, ahora vas a dormir". Me duermo de inmediato... Al poco tiempo levanto mi dedo pulgar de la mano izquierda en señal de acatamiento al sentir la camilla topar con un resalte del suelo mientras avanzaba por un laberinto de pasillos... Veo la silueta de mi mujer y unas manos que cogen las mías. Son las manos de mi hija. Mientras tanto, la camilla no paraba de avanzar. Vuelvo a levantar el pulgar de mi mano izquierda y en ese momento soy consciente que ya la operación ha terminado.

Abandono el frío quirófano, tras una operación quirúrgica de más de siete horas para extirparme un tumor en la médula espinal, a la altura de las vértebras lumbares. Me introducen en un ascensor y bajo una o dos plantas tumbado en una camilla hasta la UCI, donde permanezco conectado por tubos y cables a diversas máquinas que monitorizan mis constantes vitales, vigiladas atentamente por una enfermera. La habitación parece la sala de control de una central nuclear, con tantos cables y monitores.

Al poco tiempo no siento dolor alguno, pero mis pies están fríos como hielo.

Llamo a través del pulsador que la enfermera ha dejado, justo cerca de mi mano, y le pido que me tape los pies. No solo se limita a tapármelos con una manta, sino que además introduce un tubo con aire caliente que al poco tiempo me reconforta.

En la UCI estoy "a gustito", dada la gran cantidad de medicamentos y calmantes que las máquinas inyectan de continuo en mi organismo y por los ángeles vestidos de enfermeras que vigilan mis ritmos corporales y velan por mi salud. De vez en cuando, alguna de las máquinas a las que estoy conectado emite un pitido indicando que algo no va bien, rápidamente revolotea sobre mi cabeza una mariposa blanca que me tranquiliza diciendo: "Es la bomba de la morfina".

Al rato, en el techo veo formas circulares en movimiento, es la morfina que comienza a hacer efecto, aliviando mi dolor y confundiendo mi mente.

La UCI parece un tanto caótica, gente que no para de moverse por el espacio central de la misma, multitud de medic@s, enfermer@s y auxiliares que se encargan de cuidar a una veintena de enfermos recién operados. Es un caos organizado... Ruidos, voces, pitidos y carreras. Los profesionales no paran, se mueven, gritan, entran y salen constantemente de los cubículos donde estamos los enfermos recién operados.

Pasan las horas y me comunican que en breve subiré a planta, tan pronto como haya una cama libre.

El tiempo pasa lento, siento el peso de las sábanas sobre mis piernas conectadas a unas medias de compresión que rítmicamente las masajean... Y pensaba que era un aparato de medir la tensión... La morfina hacía su trabajo, no siento dolor alguno, estoy consciente, aunque un poco confuso.

Ocho días después continúo en el hospital, me levanto, hago pequeños paseos e incluso he salido un poco al exterior a recibir los cálidos rayos de sol de la primavera.

Me siento un enfermo un tanto sano que evoluciona poco a poco, en una habitación compartida con vistas en la novena planta del hospital. Bien cuidado por las profesionales de la unidad 9.2.

El médico me visita cada día, me reconforta y anima. Hoy me ha dado una buena noticia: el tumor es benigno, pero quiere asegurarse que no quedan restos. Me programa para hacerme una Resonancia Magnética.

Desde mi ventana

Desde una habitación con vistas del Resort @HBELLVITGE, aburrido de tanta monotonía, observo desde mi ventana cómo la gente entra y sale del hospital.

La mayoría son médicos, enfermeras, estudiantes y auxiliares de clínica, que comienzan su turno de trabajo para garantizar que tengamos una buena estancia en el "Resort".

Son las ocho menos cinco de la mañana, diez días después de haberme sometido a una intervención quirúrgica de más de siete horas de duración para extirparme un tumor en la médula espinal que apenas me dejaba vivir con normalidad en los últimos meses.

Del quirófano he salido con una sonda vesical, un catéter y dos vías en el brazo derecho.

Estoy en la unidad de neurocirugía situada en la novena planta del hospital. Es una habitación con vistas a la gran ciudad. Veo perfectamente la Sagrada Familia, la torre Agbar, el anillo olímpico de Monjuic, el puerto con sus grandes cruceros y hasta el Camp Nou. Veo pasar también los aviones que recortan su silueta contra la luna llena en su ruta de aproximación al cercano aeropuerto internacional del Prat.

Al segundo día de estar en planta, el médico, después de darme ánimos, ordena a la enfermera que me quiten la sonda vesical.

Mi reloj marca las once y cinco de la mañana cuando una enfermera de cabellos rizados y con voz dulce, me dice: "Vamos a quitar la sonda... Tranquilo, irá rápido" y, mientras pone una especie de mantel verde con un orificio sobre mi cuerpo, me susurra: coja aire por la nariz y expúlselo por la boca, inspire, expire, inspire... Y antes de terminar de pronunciar ‘expire’, siento un pequeño escozor... La sonda ya está fuera.

“Ahora beba agua y cuando tenga ganas de ir al baño avísenos”, me dice la enfermera.

Al cabo de un tiempo vuelve a entrar en mi habitación y me quita el catéter y una de las vías.

Pasa el tiempo y tengo ganas de ir al baño. Todo y las ganas, el grifo se resiste a abrirse. Sale un pequeño chorrito sin fuerza ni presión.

Llamo a la enfermera y la informo. "Te vamos a hacer una ecografía a ver cómo está esa vejiga", me comunica, y acto seguido entra con una máquina a la habitación.

Extiende un gel sobre mi bajo vientre y presiona con una especie de mango acabado en una semiesfera. La máquina emite unos pitidos...'Uf, está llena". Se refiere a mí vejiga que está a punto de estallar. "Tendremos que volver a sondarte" y acto seguido la enfermera y la auxiliar entran en la habitación cargadas de instrumental.

"Venga, ponte boca arriba, irá rápido”. Vuelven con su letanía de “respire... Coja aire por la nariz y échelo por la boca", siento un escozor y un pequeño pinchazo. La sonda ya está dentro. Casi de inmediato me siento aliviado. Mi vejiga comienza a vaciarse.

Para probar si mi esfínter funciona correctamente, la operación de retirar y volver a colocar la sonda se repite otras dos veces. Todo una tortura, pero aún sobrevivo.

Llevo seis días sin ir al baño para hacer aguas mayores. Hace más de una hora que vengo quejándome de dolor en el bajo vientre. El equipo de enfermería, que es conocedor del asunto, atiende mis suplicas y se dispone a solucionar el problema de atascamiento intestinal por la vía rápida.

La misma auxiliar y una nueva enfermera entran en la habitación y hacen salir a todos los presentes, excepto a mi compañero de habitación, es obvio.

La enfermera de cabellos oscuros y lisos corre con un golpe seco la cortina que separa las dos camas.

“Póngase de lado”, me dice y antes que termine de girarme hacia mi costado derecho me ha bajado los pantalones del pijama. Coge con su mano derecha una botella de plástico transparente, llena de líquido y acabada en un tubo de forma cónica, al cual le acopla una manguera de unos cuarenta centímetros.

Con la botella en una mano y la manguera en la otra, cual bombero dispuesto a atacar las llamas, me penetra sin compasión. Suerte que tengo el esfínter insensible y apenas noto nada.

Acabada la faena, me ayuda a incorporarme en la cama y me dice: "Ahora a caminar, pero no se aleje mucho del baño que esto le hará efecto en breve". Salgo al pasillo a pasear y en unos minutos se desencadena una tormenta en mi vientre. Me afano en volver a la habitación en busca del baño. El líquido comienza hacer su efecto. Corro y precipitadamente abro la puerta, casi no llego a tiempo ni siquiera de levantar la tapa del inodoro. El esfínter se ha colocado en posición ON. Se produce la descarga. Suerte que he podido levantar la tapa del inodoro y sentarme. Los efectos de la bomba bacteriológica son limitados, sin llegar a producir efectos colaterales.

Cada dos días se repite la misma operación. Comienzo a acostumbrarme. Las enfermeras dominan tan bien el procedimiento que parece como si realizasen un repostaje en una gasolinera.

Los esfínteres siguen sin funcionar correctamente y me envían a la Clínica Guttmann para rehabilitarlos.

Dicen que son los mejores especialistas en rehabilitación de lesiones medulares.

Subo a una ambulancia y en media hora estoy en la Guttmann. En recepción me asignan una cama de la primera planta. Estoy en el otro extremo de la ciudad. La habitación es amplia y luminosa, pero no goza de las vistas de la otra habitación del hospital de donde procedo.

El rey del hospital

Soy “el rey del hospital”, me digo, si me comparo con el resto de enfermos. Diría que más del noventa y cinco por ciento de ellos, se desplazan en silla de ruedas por el edificio de tres plantas comunicadas por amplios ascensores. Me siento un privilegiado al poder deambular por mí mismo por todo el hospital.

Tras quince días ingresado en la clínica Guttmann, realizando insufribles sesiones de recuperación, me conceden el régimen abierto. Solo vendré a continuar con mi rehabilitación durante el día. Eso sí, como antes, en sesiones de mañana y tarde.

Tras otros quince días de rehabilitación, en semilibertad, y por mi buen comportamiento, me conceden la libertad total.

Tras pasar por la oficina de altas, recojo mis pertenencias y subo a la ambulancia que durante esta última quincena me traía y llevaba de mi casa a la Guttman y de la Guttman a mi casa. Este era el último viaje a Badalona.

A los tres días recibo una llamada del Hospital de Bellvitge para programarme una resonancia magnética y una visita con el neurocirujano que me operó. Qué profesionales. La resonancia magnética la tengo a las 10.15 h y la visita con el doctor a las 12.30. En una sola mañana realizaré los dos trámites.

Puntualmente me persono en la planta baja del ICO para “pasar otra vez por el tubo”. El tubo de la máquina de resonancias. Tras los trámites de rigor, a los cuales estoy acostumbrado, firmo la autorización para que me inyecten el contraste para que mis vértebras destaquen sobre el fondo de la imagen.

Realizada la resonancia, me visto y voy al bar. Tengo hambre. Para hacerme la resonancia he tenido que venir en ayunas. Me como un bocata de jamón, que devoro en un plis plas.

Después del bocata cruzo el túnel que discurre bajo la autovía y que comunica el ICO con el Hospital de Bellvitge. Me dirijo a Consultas Externas, donde estoy citado con el neurocirujano en el módulo 9, consulta 7.

Nada más sentarme en la sala de espera, oigo mi nombre por megafonía. “Juan de Dios Romero. Consulta 7”.

Llamo a la puerta y el doctor Cotello me invita a pasar. “Siéntese”, me dice.

Bueno, ¿Cómo se encuentra? Me pregunta. “Estupendamente”, le respondo.

Nunca hubiera imaginado poder caminar, correr y casi saltar después de haber pasado casi dos años y medio inválido y con muletas. Gracias. “Tranquilo”, me responde mientras mira la pantalla del ordenador.

La resonancia está correcta. Ahora solo es cuestión de paciencia para que las fibras nerviosas dañadas puedan ir conectándose de nuevo y el nervio recupere su total funcionalidad.

En cuanto al tumor, un vez analizado, vemos que es benigno, como le dije después de la operación, pero en vez de grado dos es de grado uno. Mejor todavía. “Menos malo”.

Tras una breve charla, me comenta que estoy muy bien y que solo es cuestión de paciencia y tiempo para que mi recuperación sea cien por cien efectiva.

Han transcurrido casi seis meses desde la visita con el doctor Cotello, tengo que darle la razón. La paciencia y el tiempo han hecho que me encuentre mucho mejor. He vuelto a caminar, correr, saltar y hasta darle unos toques al balón.

Desde estas líneas quiero agradecer especialmente a todo el personal sanitario de Bellvitge y de la clínica Guttman que han hecho posible que un invalido vuelva a caminar. La frase bíblica de "Lázaro, levántate y anda" se ha hecho realidad. Gracias a la confianza que siempre tuve en los magníficos profesionales que me atendieron, desde las recepcionistas, los médicos, doctoras, enfermeras, auxiliares, limpiadoras…

Y aunque no soy creyente, puedo afirmar que la fe mueve montañas cuando uno está en buenas manos.